Venus

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lunes, 12 de marzo de 2012

Madrid era una fiesta


 
“Aprendió a pensar pero no supo ya volar, porque había perdido el amor al vuelo y no hacía más que recordar los tiempos en que volaba sin esfuerzo”.

                                                                                    Ernest Hemingway


            Madrid era una fiesta aquel día. No era una fiesta en las enormes discotecas hasta los topes ni en los parques repletos de bebedores. Madrid era una fiesta en el centro, en Sol y en Gran Vía, en Callao, en Fuencarral, en todas esas partes llenas de luz en plena madrugada, donde la gente a la que te encuentras siempre es diferente. En cuanto a mí, solía beber con mis amigos en pequeñas cervecerías o garitos de La Latina, y fue allí donde Madrid para nosotros fue una fiesta aquel día, porque conocimos a Ernesto Corredor.
            En realidad no se llamaba Ernesto, pero se hacía llamar así porque decía ser la reencarnación del mismísimo Hemingway. A su favor, nació el 2 de julio de 1961, el mismo día que murió el escritor, y escribía a sus momentos más sentidos y ahogaba sus penas en alcohol como él, sólo que nuestro Ernesto no parecía haber sufrido mucho en la vida. En su contra, era un viejo excéntrico al que se le veía deambular por cafeterías y cervecerías contándoles a todos razonamientos disparatados e historias difíciles de creer. Pero escribía bien, eso debo reconocerlo. Tenía un toque agridulce de escritor vagabundo y denunciante social que recordaba precisamente a la Generación Perdida de Hemingway, ese punto de nostalgia depresiva y pesimismo asombrosamente encantador. Ernesto Corredor había sido enólogo durante años y lo único que le apasionaba en este mundo, y a su edad, era la literatura y el vino. En los cafés literarios de Malasaña, donde yo a veces iba a escribir alguna crónica periodística o alguna mala poesía, siempre se le veía bebiendo vino y mirando los libros que allí se ofrecían. Cogía la copa con sumo cuidado, la miraba con ojo de experto y la olisqueaba a mitad de camino entre un elegante galán italiano y un sabueso buscando el rastro de un malhechor. Seguidamente, te hacía acertados comentarios sobre su textura y su olor, y si era dulce, abocado o seco, si repetía o cambiaba su aroma, y mil cosas más, y luego se lo bebía todo de un trago, haciéndote ver que disfrutaba mucho más de ello que cualquier otro, porque sabía cómo disfrutarlo.
            Las personas de su alrededor lo tenían como un viejo chiflado, o como un genio loco los más benevolentes, y de mis compañeros y amigos yo era el único que se atrevía a hablarle. En los últimos días en los que nos vimos, se acercaba a mí con su copa de vino, pasando el dedo por el borde, y sonaba como un silbido. Me comentaba la cosecha que era y yo no me enteraba de nada de lo que me decía, pero para demostrarme que sabía lo que se hacía, me invitaba a una copa, y yo no podía hacer más que darle la razón. Me enseñó mucho sobre narrativa y poesía, pues el condenado sí que tenía la prosa de Hemingway, y era un erudito de sus escritos. Mis poesías eran complejas y cargadas de recursos literarios superpuestos, como sintetizada a partir de todo lo que había aprendido en el colegio. Y él me dijo que no podía ser de esa manera, que todo había de ser mucho más simple, descripción emocional lacónica y concentrada, palabras que no están escritas pero que aun así pueden leerse. Su redacción era siempre muy real y muy nítida, muy cruda, te hacía pensar. Me daba mucha lástima porque a pesar de todo seguía creyendo que era la reencarnación de Hemingway, o al menos seguía repitiéndoselo hasta la saciedad. En ningún momento le dijo a nadie que fuera una broma o que no iba en serio, siempre lo defendía hasta el final ante cualquiera que se lo negase.
            En una ocasión le pregunté por qué no intentaba publicar algo de lo que escribía. Hizo silbar su copa con el dedo, tomó un sorbo, lo paladeó bien y aspiró hondo para liberar sus sabores ocultos, y entonces me dijo que Hemingway era un escritor aficionado al vino, y él era un vinicultor aficionado a la escritura.
            Al cabo de unos meses desapareció, y murió al cabo de otros tantos. Me costó horrores enterarme, a través del dueño de un pequeño café literario en Tribunal, de que Ernesto se aquejaba de un cáncer de páncreas desde hacía tiempo, y sus últimos meses los pasó en el hospital. Nadie sabe cómo ni si fue enterrado. Lo que sí supimos es que Ernesto tenía varios libros publicados hacía años, que aquí en España apenas tuvieron acogida pero que en Sudamérica eran considerados como obras maestras. Aquí considerábamos a Ernesto como un viejo desequilibrado, pero allí le creían de verdad la reencarnación de Hemingway.
            Madrid seguía de fiesta aquel día a pesar de la muerte de Ernesto, cosa que él mismo agradecería, pues no querría que nadie le echara de menos. Las calles seguían repletas de gente y los garitos estaban a reventar, todos bebían y cantaban y bailaban sin él, como si nada. Sólo yo, posiblemente su único amigo en los diez últimos años, lloraba su pérdida mientras que bebía de un vino ácido y malo a las once de la mañana en un bar. Ernesto Corredor había volado mucho y muy alto, había olvidado su vuelo, había aprendido a pensar y había olvidado sus pensamientos, y en sus últimos años sólo guardaba la leve sensación de algo que había hecho y que no recordaba muy bien, como el regusto amargo de lo que había sido dulce mucho tiempo atrás. La percepción de una muerte cercana le hizo querer dejar huella entre nosotros los jóvenes, y conmigo lo consiguió. Me tomé el último sorbo de mi copa pensando en los otros muchos hombres geniales que habrían llevado una vida horrible, porque su mismo talento les mataba por dentro.

2 comentarios:

  1. "...los otros muchos hombres geniales que habrían llevado una vida horrible, porque su mismo talento les mataba por dentro"

    Parece inherente y necesario portar y vivir una vida constante de espinas y sufrimiento, con un gran talento.
    Y digo parece, pues deseas tener fe y esperanza que es un talento, pero a ciencia cierta lo desconoces, y de ahí que el propio padecimiento se confunda con el mismo talento.

    Muchas gracias Mario, y pondré tu blog en el mío.
    Un placer seguirte y un abrazo sincero

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